Según la tradición de Israel, un judío, a los pocos días de nacer había de ser presentado en el Templo de Jerusalén para ser ofrecido a Dios y purificar a la madre.
Un anciano, Simeón, había recibido una iluminación especial del Espíritu Santo revelándole que, antes de morir, sus ojos verían al Mesías de Israel. Actualmente la piedad de la Iglesia refiere este suceso en el cuarto misterio de gozo del rosario.
Y en aquel Templo, cuando María y José fueron a presentar a Jesús, Simeón lo vio.
¿Qué pena si Jesús pasara junto a nosotros y, después de toda una vida esperándole, no le reconociéramos o nos pillara distraídos? ¿Qué asunto puede ser más importante?
Y Jesús pasa a caballo de aquel suceso, de este gozo, de eso que has visto, de ese pensamiento oculto, de lo que te sugiere la conciencia, de lo que oíste incluso sin querer, a través de esa amistad, de aquel libro, de ese sentimiento, de aquel afecto y de una corazonada... y está en ese dolor, en esa ansiedad, en tus hijos y en tu cónyuge, en aquella necesidad, en la vigilia y en tus sueños, en tu cruz, en el cielo de tu corazón y en el de aquellos que amas, donde te espera.
Y, ahora, ¿le reconoces?
No le hagas esperar y acógelo en tu cuerpo, que es templo del Espíritu Santo, porque por tu bautismo tú eres sagrado para Dios.
Vero.
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