Si eres madre, si eres padre, o si vives rodeado de niños, te habrá ocurrido con frecuencia que te quedas prendado de la sencillez y simplicidad de sus modos, gestos y gracietas.
Incluso contando con sus travesuras se advierte una ausencia total de malicia. A lo sumo, cierta complicidad con la atención expectante de sus padres que le observan embobados.
En la intimidad del alma de ese niño, una vez bautizado, inhabita la Santísima Trinidad que santifica intensamente con su presencia a ese pequeño hijo de Dios, todavía inocente. Así, con todas las palabras: en y con esa criatura conviven el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo; y con ellos María, porque donde están las tres personas divinas no puede faltar la que ostenta los títulos de hija, madre y esposa de la divinidad.

Ahora, padre o madre, cuando mires a tu hijo o a esa inocente criatura, adora en él al Dios Uno y Trino que aloja, porque ese niño es verdaderamente templo de Dios; y tú, adulto que cuidas de ese hijo, que le sirves y proteges, haces funciones de "sacerdote" de ese templo. Dios, que se fía de ti, madre o padre, te confía lo sagrado de tus hijos, que son suyos, para que se los cuides con ternura. O ¿acaso no sientes con frecuencia esa inmensa ternura por cada uno de tus hijos? ¿Quién crees que ha puesto esos sentimientos hacia ellos en tu corazón?
Y a ese Dios cuya inmensa bondad contemplas a través de tu hijo, ¿no le pedirás fervorosamente por esa criatura como es tu gravísima obligación sagrada de padre o madre?
Ahora, cuando mires a tu hijo..., quizá se te hayan abierto los ojos.
Vero.
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