La Ascensión del Señor siempre me produjo un regusto de tristeza. Los hombres tendemos a pretender la cercanía de aquellos a quienes queremos, por eso se nos puede hacer difícil asimilar que Jesús se vaya.
Alguna de las razones de esta ausencia, que no abandono, nos las da el mismo Jesús: nos conviene que Él se vaya para que nos envíe el Paráclito.
Pero, hay más. Sus últimas palabras son un último mandato a aquellos discípulos, a todos nosotros: deben ir por el mundo entero predicando el evangelio a todas las naciones.
Jesús se aleja físicamente de sus discípulos, pero se queda en cada uno de ellos. Precisamente, aquellos discípulos, mayoritariamente ignorantes, serán los encargados de llevar a Jesús a todas las naciones, se convierten en cristóforos, portadores de Cristo.
Jesús no solo no los ha abandonado, sino que permanece con ellos y se convierten en vehículo de transmisión de su Palabra, de modo semejante a como Cristo, el Verbo divino, es la Palabra del Padre, la imagen divina de lo que el Padre quería comunicarnos.
Por eso, esa ignorante tristeza del día de la Ascensión carece de fundamento y la piedad popular convierte la Ascensión en el cuarto misterio de gozo del rosario.
Vero.
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