Sobre esos recuerdos se alza uno con fuerza: la imagen de tu madre o de tu padre, o de ambos. Aquella seguridad que te transmitían, no se sabe por qué razón concreta: era como si solo estar cerca de ellos fuera suficiente para sentirte personalmente protegido y afectivamente acogido.
Nuestra Señora de los Ángeles de Torreciudad. |
Cuando vas a visitar a la Virgen a algún lugar sagrado dedicado especialmente a Ella -una ermita, un santuario, una simple imagen en un parque o en una fachada- te pones en camino de evocar aquellos recuerdos marianos de tu primera infancia, cuando aprendiste tus primeras oraciones y le confiabas a Ella las sencillas peticiones que nacían de tu todavía ingenuo corazón de niño, o las que mamá te sugería mientras te llevaba a la cama, te arropaba y comenzaba a leer ese cuento -siempre el mismo- que nunca acababa porque te dormías al momento, confiado en que mamá velaba.
Aunque la vida te haya maltratado a ti o tú mismo hayas maltratado a tu vida, sean cuales fueren las circunstancias que ahora no juzgamos, toma conciencia de que ir a la casa de la Virgen -a ese santuario, a la imagen de la Virgen de tu cartera o la que tienes encima de la mesa de trabajo- es ir a la casa de tu Madre.
Ten en cuenta que eres su hijo, su niño pequeño; y que tu madre nunca tendrá en cuenta esos desaires de adolescente con el que reivindicabas la autonomía de tu vida, que estará encantada de acogerte en sus brazos, como cuando te rodeaba con ellos para llevarte a dormir.
Aprovecha para pedir, para agradecer, para sentir tu afectividad, para enamorarte, para volver. Busca esas golosinas espirituales que tu Madre esconde en sus bolsillos y que permanecen allí a la espera de que una mano furtiva -la tuya- se los robe. Ella las puso allí para eso.
Y si cuando vuelvas a esa casa, el recuerdo te toca el corazón y te asoma una lágrima a los ojos, no la reprimas: sencillamente has vuelto a la casa de tu Madre.
Vero.
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